La pequeña monja de espalda encorvada me llamaba
poderosamente la
atención, venia ni bien el bar abría sus puertas,
estaba siempre detrás de
mí esperando que terminara de subir la persiana.
Se escabullía sin decir
palabra hasta el mostrador en donde aguardaba
pacientemente que le
sirviera su copa de ginebra.
Un caluroso dia de otoño no llego como usualmente
acostumbraba a las 8:30
si no que llego pasado el mediodía. Vestía un singular
atuendo floreado y
de su mano se colgaba un niño pequeño.
Se sentaron cerca de una de las
ventanas del bar en uno de los lugares mas luminosos.
En esa oportunidad la fosa séptica había colapsado
y el sótano en donde
estaban todos los insumos se encontraba repleto
de las evacuaciones de los
clientes de días anteriores. Por esta razón
el baño se encontraba
clausurado, sin embargo la clientela no
se percataba que bajo sus pies
corría un rió de mierda, algunos se quejaron
de la falta de baño y otros
se retiraron con mayor prontitud. Me produjo
cierta tristeza ya que la
monja se encontraba fuera de las pautas asignadas
y quería observar como
se comportaba fuera de su rutina establecida,
comieron rápidamente y se
dirigieron al mostrador a pagar por lo que
habían consumido.
Ese mismo día en horas de la noche vino
la empresa especializada en
destapaciones a solucionar el problema de
la fosa séptica. Me encontraba
fuera del bar, debían ser cerca de las 2
de la mañana cuando observo que
la monja caminaba de manera tambaleante por
la vereda de enfrente, me
acerco ya que pensé que en cualquier momento
la monja se daría la cabeza
contra el suelo. Al verme acercar se derrumba
sobre mis brazos y repite
desconsoladamente “Ramiro, mi hermoso Ramiro
¿donde te has ido?”, sin
entender muy bien la situación la llevo hacia
el interior del bar. Nos
sentamos y le acerco una copa de ginebra.
Repetidamente pronuncia un mismo
nombre “Ramiro” le pregunto quien era y
dice “es aquel que una ves me amo,
un insignificante estafador, muerto por
las manos frías de un asesino, por
el solo echo de saldar cuentas del hampa”.
Toma la copa de ginebra y se
dirige hacia la puerta, me saluda con una
actitud rígida de militar
retirado.
Al dia siguiente espere que llegara como
todas las mañanas por su copa de
ginebra pero nada de eso sucedió. En el transcurrir
de los meses me entero
por uno de los habituales clientes que la monja
había sido atropellada por
el tren San Martín y muy cerca de ella estaba
el niño sosteniendo la mano
inerte de la monja que no llevaba su habito
sino aquel singular atuendo
floreado
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